El canto popular como materia de composición musical (J. Guridi)

Por su curiosa visión de la riqueza cromática de España, el discurso de entrada de Guridi en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se gana su lugar en el atribulado panaroma actual.

«En Ravel se da el caso curioso de que desdeñó los preciosos motivos de su país —región vasco-francesa—, lo que es de lamen­tar…»

Jesús Guridi: Texto íntegro del discurso de entrada en la Real Academia de Bellas  Artes de San Fernando el 9 de Junio de 1947, ocupando el sillón dejado por D. Joaquín Larregla y Urbieta. (Digitalizado y revisado en Enero del 2019 por el administrador de este blog)

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Madrid 1947

«Cuando de entre vosotros faltó para siempre, el Excmo. señor don Joaquín Larregla y Urbieta, Presidente de la Sección de Mú­sica de esta Real Academia, me elegisteis para venir a ocupar su vacante. Por eso las primeras palabras que yo pronuncie en este día en que cordialmente me uno a vuestras tareas, han de ser de gratitud sincera a cuantos me llamaron a formar parte de la Aca­demia y de recuerdo a la memoria de aquel insigne artista que fue una de las más firmes personalidades de la pedagogía pianís­tica y de la composición. Porque, el maestro Larregla —y aquí uso el calificativo de maestro en toda su íntegra significación, desoyen­do el tono vulgar que nuestros días ha tomado–, desde el momento en que ocupó su Cátedra de piano en el Conservatorio de Madrid, puso todos sus afanes en la formación de pianistas, en el cultivo artístico de cuantos se acercaron a su aula y a los que, en pródiga transmisión de las insuperables facultades de enseñar que Dios le había concedido, fue dando el poderoso aliento de su se­mejanza.

Cuántas y cuántas cosas buenas podrían decirse del navarro de Lúmbier como ejecutante, como profesor, como compositor… Su modestia, una modestia personal deliciosa, le había atraído los cariños más hondos, vividos en toda su ambición en aquella casa del valle del Baztán, en Santesteban, en la que había estado hos­pedado Carlos VII, y de la que trascendió hasta los últimos mo­mentos de su vida el sonido de su piano, en el milagro de una ple­nitud por encima de los años.

Al compositor, todos le conocéis por sus obras principales: Jota Navarra, ¡Viva Navarra!, En el Salón del Prado, la famosa Tarantela, la Asturiana, y ya, casi al final de su vida, una elegía palpitante, En la tumba de un requeté, y la transcripción de su Jota para gran orquesta y coro mixto. Gran ejemplo el de Larregla en el orden nacional. Cristiano, español, magnífico hombre, músico excelente y, sobre todas las cosas, con esa hermosa avaricia con que se mira lo regional, na­varro. Diríase que toda la historia de Larregla, de amistades en España y fuera de ella, con las más grandes figuras que le fueron contemporáneas, halagado por el éxito y por la popularidad en sus composiciones, con una lista sin fin de discípulos que cada día pregonan su gloria en la enseñanza, feliz en la intimidad del hogar, estuviera lanzada al aire en aquella copla que le escribió Eusebio Blasco como lema y compendio de las virtudes de una raza y de un hombre, para que se cantara en su jota:

Cante, Navarra, sin miedo,

Cante, Navarra, y más cante,

sí se hunde el mundo, que se hunda,

Navarra siempre p’alante.

Y a esta expresión desenfadada, constructiva y eterna, que es como la línea que todos nos trazamos desde la cuna hasta la tum­ba, ató Larregla su vida y su muerte. Porque el Excmo. Sr. D. Joa­quín Larregla y Urbieta inició siempre p’alante el más claro de los caminos y está en el lugar de los elegidos, en el reino de las bienaventuranzas.

Creo innecesario confesaros que he sido siempre un admira­dor de nuestro folklore y un entusiasta cultivador de él;  y entiendo que ello me da cierto derecho a exponer algunas conside­raciones acerca del folklore español o, por mejor decir, de la mú­sica popular española, ya que de aquella palabra —hoy de cata­logación universal merecida por su grafismo y precisión— se ha abusado de un tiempo a esta parte, paseándola por carteles, esce­narios y tablados de todas las Categorías, y con dignidad, por des­gracia, no siempre indiscutible.

Al elegir como tema para este discurso el de «El canto popular como materia de composición musical», no creáis que voy a tra­tarlo como musicólogo, que no lo soy, sino como compositor; es decir, sin analizar la música popular como puede hacerlo un in­vestigador clasificando las melodías por su género o su antigüe­dad» llegando hasta su texto, rebuscando su origen o sus paren­tescos, sino concretándome —salvo en contadas ocasiones— al aspecto estrictamente estético y emotivo, esto es, en cuanto el canto popular es fuente de belleza y elemento de que el compositor se sirve para crear su obra, ya que admito la posibilidad de que llegue a conseguirla, bien sirviéndose de sus fragmentos, detalles, giros característicos y cuanto pueda contribuir a la; realización musical que se propone, o bien empleando los temas populares en toda su integridad.

Acerca del empleo de los temas populares en la composición, hay abierta amplia disputa; mientras un sector no ve inconve­niente ni menoscabo para la obra artística en el uso del canto po­pular, otro cree ver en su utilización un fácil recurso, consecuencia de la falta de ideas propias, y viene a considerarlo como, un «arte menor»,, nunca comparable con el que se basa en la origina­lidad del autor exclusivamente.

Y aunque pueda compartir hasta cierto punto esta manera de pensar, no puedo aceptarla como tesis absoluta, pues si es cierto que en toda época y lugar han podido los temas populares sacar de apuros a cuantos faltos de ideas acudieron a ellos, sin embar­go, hay que reconocer que los compositores que han triunfado siempre han sido los propietarios de ideas, los que tenían algo que decir. Gran número de obras maestras así lo demuestran. Di­fícilmente lograremos una fórmula concreta que pueda dar solu­ción a ambos distintos pareceres, pero basta a mi entender con que el buen sentido y la historia nos impongan la coincidencia en esta conclusión simplicísima: lo que importa, lo que interesa ante todo es producir belleza indiscutible, lograr la más alta tasa­ción de la obra artística, sean cuales fueren los medios utilizados para construirla.

Porque, además, hay ciertos motivos del acervo popular —no todos se prestan a ello seguramente— a los que el compositor otorga una expresión, un matiz, una amplitud que antes no tenían o que permanecían ocultos para los demás, y ha sido el músico quien, al descubrirlos, se los apropia, cree en ellos, los crea de nuevo para hacerlos vivir en insospechada emoción artística. Y es verdad indudable que el sello de lo verdaderamente representa­tivo como música peculiar de un país o de una región, juzgando, naturalmente, desde un nivel mínimo que suponga auténtica valo­ración estética, lo han de dar los compositores. La melodía popu­lar por sí solo es una piedra preciosa sin pulimentar y necesita en todo caso la mano del artista que le dé forma. El carácter racial de los distintos pueblos y naciones va reflejado en sus composito­res, hayan o no empleado melodías de su país.

La música andaluza llamada por antonomasia, especialmente en el extranjero, música española, es conocida en todo el mundo gracias a los grandes músicos que la han cultivado, ya que sin ellos no hubiera alcanzado el rango artístico en que se halla. Tanto y tan bueno se ha escrito en esta música andaluza que uno piensa si será posible producir nuevas obras en el género, sin in­currir en repetición y monotonía o, al menos, sin que nos traigan demasiados recuerdos de las anteriores; y no ciertamente porque se dupliquen los mismos temas populares. La música andaluza reside más bien en los elementos que la integran, giros melódicos, intervalos, ritmos, que en los temas propiamente dichos, ya que su cancionero popular no es tan abundante como el de otras regio­nes. No obstante, esos elementos característicos de tan recia per­sonalidad que forman el orientalismo musical andaluz, ese ritmo cautivador que viene de la danza, tan unido allí a la música que parece que nacieran la una para la otra o que se autocrearan con­juntamente; gracia y garbo inimitables, ese no sé qué misterioso y trágico a veces, poético siempre, hacen de la música andaluza, la folklórica por excelencia, la de más acusados rasgos deslumbrado­res para cuantos la escuchan.

Esta misma excelencia de la música andaluza lleva al peligro de que positivos talentos españoles se encierren en un callejón sin salida, obsesionados por un género de tan patente originalidad y de tan fuerte colorido; atraídos por el fulgor de huellas inmor­tales, quizás se olvidan del caudal dormido de sus propios teso­ros regionales, con la consiguiente pérdida, de valores preciosos de la nueva generación, cuyas posibilidades de rendimiento sería lamentable que se entregasen al halago de una difusión quizás de momento más rápida y más fácil. Bien están donde están los excelsos modelos intangibles.

Tan propicio para nuestra juventud productora es el señalado estímulo con sus riesgos, cuanto que hace ya mucho tiempo, y aun en el día de hoy, ha tentado a magníficos músicos extranjeros a escribir obras de carácter español, aunque el logro de este carácter en la mayoría de los casos haya sido nulo o escaso, independien­temente, claro está, de su valor musical; así lo atestiguan las obras de Chabrier, Saint Saéns, Bizet, Lalo, Rimsky Korsaków, Ravel y Debussy, por no citar sino unos cuantos nombres consa­grados.

En Ravel se da el caso curioso de que desdeñó los preciosos motivos de su país —región vasco-francesa—, lo que es de lamen­tar, en mi opinión, pues nos hubiera dejado obras magníficas ins­piradas en tal ambiente; soñemos —al menos los vascos— lo que pudo ser esta nueva faceta de Ravel. Nuestros mundialmente conocidos Albéniz y Granados también abandonaron su patria chica, Cataluña, para buscar su inspiración en la música andaluza o en la tonadilla del siglo XVIII, sin duda porque la música popular de otras regiones españolas, con ser magnífica, insisto, no tiene rasgos tan peculiares. Pero, ¿no habremos tropezado aquí en un círculo vicioso? ¿No será precisamente porque aquellos otros filones regio­nales no han pasado por el crisol del compositor?

Estoy convencido de que esta fisonomía propia y característica viene apareciendo con el tiempo a través de distintos autores y obras; entonces las obras contienen lo que al principio no habían dejado enseñar: la esencia, la médula del alma popular, lo que vivía en lo más profundo de ella. Es necesario que todos nuestros músicos estén empapados en la música nacional, estudien sus ca­racterísticas, escudriñen hasta la entraña misma de sus modali­dades y procuren asimilarse las esencias del arte que, según su concepto estético, puedan descubrir en ella. Cada región española hablará al músico de cosas dispares, proporcionándole matices variadísimos: Castilla, sus trazos fuertes, austeros, vaguedad tonal, perspectivas de infinitud; Cantabria, el perfume campesino de sus praderas y montañas, que en Asturias incorporarán el agridulce de sus pomas; Galicia, las viejas tonadas con «alalás» cautivadores, quizás en reminiscencias célticas, profunda e intensa de expresión su melodía, como la de mi tierra vasca, si bien más esquemática, más comprimida; y en pintoresco contraste, Cataluña, la de líneas amplias y suaves, sin aristas, la de menor violencia en sus ritmos, evocadora de escenas medievales y dibujando en sus sardanas un baile de señorial cortesanía; Aragón y Navarra, con bellísimas me­lodías, el catálogo de los variadísimos estilos de sus jotas, que pa­recen retos lanzados al aire por pueblo arraigado en firmísimos ideales… Y así una y otra región, Extremadura, León, todo el Levante, España entera, pues no hay en ella rincón donde no se cante y en el que no se puedan encontrar los caminos inexhaustos de su música prodigiosa.

Al hablar así no creo afincarme en tópicos de fácil lirismo, ni soy deslumbrado por fervores de explicable apasionamiento, porque desapasionados e irrecusables son los testimonios que se apor­tan desde el extranjero debidos a plumas de la más sólida solven­cia, y cuya divulgación en nuestros medios musicales urge por su eficacia alentadora. De muy antiguo, pero muy especialmente des­de el histórico viaje que realizó el ilustre Gevaert en 1850, con su luminoso informe al Gobierno belga sobre la música en España, documento interesante para nuestra historia, la atención de los laboratorios universales de musicografía fijan su estudio en nues­tro arte popular, al que el propio Gevaert había clasificado ya en tres grandes zonas : la primera comprende Vizcaya y Navarra; en la segunda, en que se incluye, a Galicia y Castilla la Vieja, dejando para la tercera Aragón, Castilla la Nueva y las provincias meridio­nales, clasificación harto arbitraria, como reconoce Mitjana, pero orientadora y significativa en las sagaces observaciones por él des­tacadas en las respectivas regiones que visitó.                                                                     .

En el concurso de alabanzas ,para nuestra música, aparece el año 1914 un texto apologético que no me resigno a silenciar: el estudio de Raoul Laparra sobre «La música y la danza populares en España», publicado en la Enciclopedia Musical y Diccionario del Conservatorio de París. Laparra combate desde allí el tópico de la por algunos pretendida penuria musical de España, afirmación in­justa y absurda según el autor, para quien esta falsa pobre —es su expresión literal— puede enriquecer con los tesoros que le sobran al paseante atento, que como el Príncipe del Apólogo ante la bella gitanilla merecía saber descubrir un mundo de hermosuras con «un estilo nuevo e inagotable», que para el gran musicógrafo francés hace que en España, como en parte alguna, «se pueda ser no sólo de su patria, sino de su provincia»; el panorama musical de Espa­ña, proclama Laparra, «entre el océano dramático y el Mediterrá­neo griego, al otro lado de la muralla sombría de los Pirineos y delante del África de Oro, la Península parece como una suntuosa paleta en la que cada provincia representa un tono con sus infini­tos derivados».

Poco podré yo agregar a ese magnífico alegato, pero quiero aportar una muestra de alguna de las facetas de la explotación popular, presentándoos unos cuantos ejemplos de melodías que he armonizado para piano a manera de pequeños bocetos de obras que pudieran ser de más empeño y que servirán hoy al paso para aligerar y amenizar esta disertación. Pero como el ofreceros música de todas las regiones españolas sería intento desmesurado, permi­tidme que me circunscriba al País Vasco, ya que, además y como es natural, me he dedicado preferentemente al estudio y cultivo de su música.

La cualidad más saliente de las melodías vascas es su nivel artístico, de tal elevación que a veces nos hace olvidar su origen popular. Esto indica la cultura musical y la natural intuición que para la expansión lírica han tenido en todo tiempo los vascos; pueblo cantor por excelencia, tenía que traslucir esto en su música. El cultivo del canto no solamente individual, sino colectivo o coral, es allí de arraigada tradición; testimonio elocuente son muchas de sus melodías, cuyo carácter exige la verticalidad constructiva, esto es, la armonización espontánea, el obligado empleo polifó­nico, pero no todas reclaman este tratamiento, pues otras definen admirablemente su calidad de melodía sola, con acompañamiento instrumental y aun algunas, no muchas, tienen carácter monódico. Estas últimas datan probablemente de época muy remota y tal vez pudiéramos hallar su origen, por su modalidad y libertades rítmicas, en las melodías gregorianas.

La mayor parte de nuestras actuales melodías vascas no pare­cen remontarse más allá del siglo xvii, al menos en la forma en que han llegado a nosotros. Y digo esto, porque hemos de admitir que también los cantos populares están sujetos a la ley de la evolución y se van transformando con el tiempo como se transforma el len­guaje, sin que nos demos cuenta de ello; es posible que dentro de unos cuantos lustros se tengan por canciones populares las que de boca en boca se hayan transmitido de nuestra generación. ¿No po­drá repetirse el caso de aquel pastor del Gorbea, aislado del mun­do, que entre su repertorio de canciones cantó a un folklorista que le escuchaba el «¿Dónde vas con mantón de Manila?». Claro es —falta añadir— que si no fuera por la letra, nadie hubiera reco­nocido el tema de Bretón.

Esta transformación se opera más rápidamente de lo que puede pensarse; en el poco tiempo que me ha sido dado dedicarme a reco­ger canciones de viva voz, he podido comprobar que una misma melodía cantada por distintas personas difiere notablemente y hasta llega a desconocerse de una a otras versiones; a mayor abun­dancia, la canción popular varía frecuentemente, siendo cantada repetidas veces por una misma persona. Los cancioneros nos mues­tran infinidad de variantes que tienen su origen en una misma me­lodía. Las instrumentales (en Vasconia el txistu y la alboca) y las de baile, es posible que se transmitan con más fidelidad por cuanto las especiales exigencias, tanto del instrumento, como la danza, les obligan a mantener su estructura; creo que la ezpatadantza, por ejemplo, con su ritmo tan acusado, haya sufrido muy pocos cam­bios.

De las instrumentales y aun de algunas cantadas conservamos un abundantísimo número de corte clásico, que son probablemente derivadas de composiciones o improvisaciones de los organistas; no se olvide la importancia que siempre se ha dado en el país vas­co al órgano, del que existe una verdadera y gloriosa tradición. La pequeña agrupación de txistus compuesta de tres instrumentos, uno de ellos de mayor tamaño —como es la viola respecto al vio­lín— se prestaría muy bien a recoger las tocatas de aquellos orga­nistas, ya que no carece de flexibilidad para la ejecución rápida y es susceptible de cierta polifonía, siquiera sea elemental, están­dole vedado únicamente el cromatismo que, por otra parte, no es de suponer hiciera gran falta a muchos de aquellos tañedores de órgano.

Pero el tipo de canción más interesante reside en el grupo numerosísimo de las melódicas o expresivas.

En general, la letra no corresponde a la altura de la música, y en ocasiones se halla en abierta oposición con su espíritu, lo cual no quiere decir que en algunas canciones letra y música no vayan perfectamente hermanadas; pero no es el texto popular lo que debe interesarnos de momento, sino el valor intrínseco musical. Será, pues, conveniente, fijar algunas características generales pata ana­lizar este género de melodías.

Las canciones vascas son silábicas y no se conocen en ellas los melismas, que tanto abundan en casi todas las de otras regiones. Una mayoría —sobre todo de esta de las que llamamos expresivas-— está en modo menor y son generalmente de una gran simplicidad en su contextura melódica, que se desenvuelve con preferencia por grados conjuntos o por intervalos de cuarta o quinta, como, máximo; esta sencillez no radica solamente en su construcción me­lódica, sino que alcanza a su expresión, que es intensa, a la vez que serena, dulce e ingenua.

Hay melodías que son modelo de simplicidad en las notas que forman su línea melódica; en otras, el ámbito de la idea musical es más amplio y desarrollado.

Veamos tres de las primeras, que con ser vivamente expresivas mantienen una encantadora sencillez:

EJEMPLOS

Escuchad ahora algunas de las que califico entre las más im­portantes y más completas; en ellas la línea melódica se desen­vuelve con mayor libertad. La segunda de las que voy a tocar forma parte de mis Diez melodías vascas para orquesta, pero no vais a oír una transcripción de ella, sino una versión más pianística. La cuarta, con sus suaves contornos y su deliciosa llamada al pasado, me sirvió para describir una escena patriarcal en mi drama lírico Amaya. Os la presento en forma distinta, hecha exprofesamente para este momento, y hago de ella dos variaciones. En la segunda, de movimiento rápido, pierde su primitivo carácter y casi da lugar a un tema nuevo.

EJEMPLOS

Y como mi propósito es señalar algunas características de las canciones vascas, vistas, como antes os he dicho, no por el musicó­grafo o el recopilador, sino por quien se ha enfrentado de conti­nuo con ellas y las ha armonizado en gran número, os hará obser­var un caso curioso, y es que muchas de ellas se prestan al empleo del canon, que como sabéis se llama en técnica musical a la repe­tición del motivo por otra voz y a distancia, algo así como los dis­tintos planos del cuerpo y su sombra. Pues bien; muchas de nues­tras canciones reclaman este proceso musical con tal naturalidad, con tan lógica facilidad, que se dijera que el canon había nacido con ellas. En el primero de los ejemplos de este tumo veremos uno de estos temas de extremada sencillez, que son tan frecuentes en la música vasca; el segundo es de carácter serio y noble, y en cuan­to al tercero, verdadera canción, prodigada por las masas corales en mi versión para ocho voces mixtas, os lo presento bajo otra for­ma más leve y pianística.

EJEMPLOS

Los temas que voy a daros a conocer ahora,- como os he indi­cado antes, están impregnados de clasicismo. Los dos primeros fueron recogidos por mí en Ochandiano, de boca de unos viejecitos. Fijad vuestra atención en el primero de ellos, y decime sí no parece recordaros algún coro de Gluck, de los que en sus óperas cantan las glorias de los Campos Elíseos o del Templo de Apolo; en cambio, los dos que le siguen son de carácter más ínti­mo, más instrumental, como para servir de tema a Unas variacio­nes a lo Haydn. He aquí estos tres ejemplos.

EJEMPLOS

Y lo último que vais a oír al piano es un zortzico para txistu; tiene el corte binario de las antiguas danzas y variándole el ritmo podría ser un perfecto minueto, con sus dos partes repetidas, su trío con cambio de modalidad y la obligada vuelta (da capo) al principio, para terminar. He tenido el capricho de armonizarlo atrevidamente, o, si queréis, el atrevimiento de armonizarlo ca­prichosamente. Perdonadme, pues, el anacronismo que pueda resultar entre la melodía y su acompañamiento.

EJEMPLO

Antes de este último ejemplo os he pedido excusas por mi atrevimiento armonizador, y pienso que inconscientemente, al hacerlo, he dado una prueba más de las posibilidades creadoras del compositor en el cultivo del canto popular y él vasto hori­zonte que se ofrece a su ingenio y a su trabajo personal, aun en esta faceta, la más simple, la más respetuosa con las formas folklóricas. Aún cabe entre otros un recurso de más fructuoso ren­dimiento artístico: la utilización, sabiamente combinada, de dos o más melodías cancioneras, con mayor libertad de movimientos para la música, sin perder de vista el carácter, el origen y el des­tino esencialmente popular de la composición resultante. Algo de eso inspiró sin duda uno de los capítulos del concurso recien­temente celebrado en Tenerife, y entre las obras que presenté a dicho concurso, todas ellas con letra de mi entrañable amigo y colaborador Jesús María de Arozamena, y que hemos tenido el gran honor de que fueran premiadas, vais a oír un pequeño poema a tres voces blancas con piano, basado en dos melodías vascas —cabe, pues, a maravilla como última muestra de esta diserta­ción—, una de las cuales es popularísima y de gran antigüedad en la tierra vasca: el tradicional canto de Santa Águeda con que los mozos van recogiendo donativos por los caseríos en la noche que antecede a su fiesta. Notad, por cierto, su asombroso parecido con el tema sobre el que Rimsky Korsakow desarrolla el segundo tiempo de su Sherezade. ¿Se trata de una coincidencia rítmica ruso-vascongada, o también impresionó al gran maestro, marino de la Armada del Zar, hallándose en alguna de sus estancias: en los puertos del Cantábrico? ¡Ah! Pero aquí no se trata de una intervención al piano, sino la presentación del poema en su for­ma auténtica, gracias a la amabilidad de este grupo selectísimo de magníficas artistas discípulas de la ilustre cantante y compañera mía en el Conservatorio, Lola Rodríguez Aragón. A ella y a ellas no sé cómo expresar toda mi gratitud.

EJEMPLO

Muchos más cantos podrían haber seguido a estos que os he presentado: hay algunos magníficos modelos-tipo de cantos reli­giosos, infantiles, epitalámicos, de oficio, de cuna…, pero temo haber sido ya sobradamente largo en mi discurso y he de cerrarlo con unas breves consideraciones que, en cierto modo, resumirán esta modesta tesis académica, aunque sea volver sobre lo que me parece de capital importancia, tratándose de la música basada en la inspiración del pueblo.

El canto popular no basta por sí solo para construir la plena obra artística, que sólo surgirá cuando el músico creador le haya comunicado su alma, le haya infundido su aliento emocional. Bellas, muy bellas, posiblemente sin comparación admisible con las de pueblo alguno de la tierra, por cantidad, por calidad y por diversidad prodigiosa, son las canciones populares españolas, pero es preciso este libar del músico, para que pueda después admirarlas el mundo musical.

Se ha dicho que no hay apostolado como el del ejemplo. Pues bien, con acierto o sin él y en el límite de mis fuerzas, me cabe la última satisfacción de no haber regateado ese ejemplo a lo largo del camino de mi vida. Entre sus días cuenta como uno inolvida­ble este de hoy, en el cual me dais posesión de un puesto entre vosotros en esta histórica corporación, saturada de glorias y de recuerdos. Un poco de hermosa música de mi tierra y unas pala­bras llanas y vulgares como mías, pero plenas de sinceridad, afecto y buen deseo, era lo mejor que podía ofreceros en pago».